Voy por la carretera sin dirección alguna pero con un objetivo,
el de regresar a casa.
Es peligroso ya que estoy atravesando una gran selva amazónica y
el cielo está muy oscuro.
De pronto algo se cruza en mi camino, es un lobo herido,
apariencia magnífica, cojeando de una pata.
Lo subo al coche ya que me siento identificada, yo también
estaba herida.
Sigo mi camino. El lobo grita frente al dolor, pero tras el
largo camino se recupera, convirtiéndose todo su dolor en ahullidos de alegría
que entonan una melodía agradecida.
Varias horas después un loro desorientado se topa conmigo.
Decido llevarlo junto a mí ya que es algo extraño pero único y no querría
perder una pieza de tanto valor. Jamás escuché palabras tan bellas que las que
por ese pico rasguñado lanzó aquel ser, a pesar de no haber sido enseñado a
hablar por nadie.
A la vuelta de la esquina me topé con un zorro de estatura no
muy alta ni edad tan temprana como los ojos lo ven. Se veía un animal con
problemas de todo tipo. Aunque nunca se dejaba mostrar como se sentía, su
mirada lo delataba en cada momento. Me gustaba su compañía, me hacía reír
cuando el camino de carretera se encontraba oscuro y tenebroso, me hacía salir
de mis propios problemas y sobretodo, adoraba lo hiperactivo que era.
Los tres me cogieron mucho cariño por el camino, demasiado.
Tanto que peleaban por compartir algo de tiempo conmigo para que el otro no lo
hiciera. El loro se apartó de la pelea, pero nunca de mi y me susurraba al oído
cosas que jamás pude imaginar. Aún siendo ave sabía como tratar y escuchar a un
humano preocupado y hacerlo sentir mejor, hasta el punto de querer llorar.
Mientras él pretendía ser mi mejor amigo, los otros dos seguían refunfuñando y
yo, sin saber que hacer con ellos porque la compañía de ambos me era grata. Los
tres tenían algo que juntos habría llegado a la perfección completa. Belleza, bellas palabras y emoción.